Hay muy pocos artistas emergentes como Juan Carlos Reyes, fue la opinión nuestra cuando él ganó un concurso nacional de pintura, limitado a los pintores jóvenes. Su obra tan especial era un compromiso ecológico y llamaba nuestra atención sobre el árbol como símbolo dramático de la naturaleza y de la vida, menospreciada, amenazada, destruida. De inmediato, sentimos que él era valiente, ameritando estímulo, seguimiento, oportunidades al fin, y una muestra individual, casi inmediata, en la galería prestigiosa de la Embajada de Francia causó gran satisfacción.
«Su técnica impecable, obviamente una autoexigencia: desde sus inicios: el pintor no se toleraba el menor descuido, y el perfeccionismo pictórico ha sido para él tanto una norma como un placer.»
Nunca, este espacio institucional e internacional por naturaleza se atribuía a los artistas recién descubiertos. Tampoco fue una exposición corriente. Una complejidad conceptual se escondía detrás de las arboledas y un nuevo concepto del paisaje. Juan Carlos se refería a la supervivencia, toda: ramas y troncos se convertían en metáforas del cuerpo humano… cuando en poesía se suele expresar lo inverso.
Cuando, inesperadamente, en Londres, mientras artistas dominicanos de más edad y reputación compartían una exposición colectiva, las circunstancias hicieron que se atribuyese a Juan Carlos Reyes una sala. Fue una sorpresa, sin reconocimiento unánime… pero acogida favorablemente por el público, lo finalmente decisivo.
Juan Carlos Reyes estaba madurando sus temas y desarrollando su creación, a la vez singular y misteriosa. En las exposiciones siguientes, la naturaleza vegetal no desaparecería totalmente, pero, menos que secundaria, intervendría a un nivel de soporte constructivo o de presencia accesoria. La naturaleza humana tenía prioridad. Después de largas reflexiones y una activa investigación, documentada o puramente imaginaria, él gestaría su universo “personal”, definido a partir de la niñez.
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